Con motivo del Bicentenario de la Independencia consideramos pertinente compartir esta nota publicada en el Diario La Nación en el año 2000. En ella se describe como era el sistema sanitario en el actual territorio argentino y permite no sólo hacerse una imagen más clara de la sociedad sino también dimensionar los progresos en materia de salud a lo largo de estos 200 años.
Los médicos de 1816: barberos, sangradores y «algebristas»
La Asamblea del año XIII lo disponía: había que bautizar a los niños con agua templada. Argumentaba esto por «haber conocido, con dolor y perjuicio de la población, que multitud de infantes perecen luego de nacidos del mal vulgarmente llamado de los siete días , un espasmo que entre otras cosas se origina por el agua fría con que son bautizados». El mal era, en realidad, una epidemia de tétanos que se debía al poco cuidado con que se cortaba el cordón umbilical en los nacimientos.
Con estos y otros trastornos tenían que vérselas los médicos de antiguo mientras los congresales de Tucumán les ponían el pecho a lsa luchas por la independencia.
Aquí, en el Río de la Plata, coexistían el mundo académico y el subprofesional . «Además de los conocidos curanderos y los barberos-cirujanos, había algebristas, que se ocupaban de las enfermedades de los huesos. También abundaban los sangradores o flebótomos -explica el doctor Alfredo Kohn Loncarica, profesor titular de Historia de la Medicina y director del Instituto de Historia de la Medicina de la Universidad de Buenos Aires-. La medicina estaba enfocada hacia la formación de médicos militares y cirujanos que participaban en las guerras de la independencia.»
Así, la antigua Escuela de Medicina del Protomedicato se convirtió rápidamente en el Instituto Médico Militar, dirigido por el doctor Cosme Argerich.
Un buen ejemplo de la orientación que perseguían los profesionales de la salud fue el único médico que integró el Congreso de Tucumán: Pedro Buenaventura Carrasco. Sirvió como cirujano a los ejércitos libertadores después de graduarse en la Universidad de Lima y llegó a territorio tucumano representando a Cochabamba.
Baños en el río
Según el historiador Félix Luna, «comparadas con las actuales, las condiciones sanitarias eran pésimas. Las operaciones eran cruentas, no había asepsia, ni anestesia. Y los hospitales eran muchas veces el lugar donde la gente iba a morir».
Los hospitales de sangre, que funcionaban en escuelas y parroquias, atendían a los soldados. Entre los militares, «el mayor peligro eran las infecciones, porque generalmente sufrían heridas de arma blanca que, si se infectaban, podían provocar una gangrena y llevar a la amputación».
En 1816, el agua tocaba a la puerta cada mañana, agitada por el traqueteo de la carreta que conducía el aguatero. «En Buenos Aires, se traía del río y se vendía por las calles. En otras partes era agua de pozo, de aljibe, de lluvia. Pero no había agua corriente», cuenta el doctor Luna.
Y a falta de agua corriente, era común que la gente se bañara en el río. Por pudor, muchos esperaban la oscuridad de la noche para higienizarse, aunque se cree que ya desde entonces hubo reglas tan claras como algunas de las que -en la segunda mitad del siglo- estableció un subprefecto de Mar del Plata: «Es prohibido bañarse desnudo», «El traje de baño admitido por este reglamento es todo aquel que cubra el cuerpo desde el cuello hasta la rodilla», «Es prohibido a los hombres solos aproximarse durante el baño a las señoras que estuviesen en él, debiendo mantenerse por lo menos a la distancia de 30 metros» y -pensando en la buena educación al borde del mar- «Es prohibido el uso de palabras y acciones deshonestas contrarias al decoro».
La bebida y el cigarrillo ya eran adicciones frecuentes. Según cuenta José Antonio Wilde en Buenos Aires setenta años atrás (1810-1880), hasta «fumaban las señoras (…) y no era raro sorprenderlas sentadas en el patio, en una tarde de verano, medio encubiertas por alguna frondosa planta, con un enorme cigarro que trataban de ocultar a la entrada súbita e inesperada de algún inoportuno».
La idea de prevención era lejana y lo que más preocupaba eran las enfermedades infecciosas.
Cuando la artrosis era una bendición
«Si una persona tenía artrosis, se consideraba que había sido bendecida por Dios. El paradigma de la preocupación por las enfermedades crónicas surge en el siglo XX, pero en ese momento _en el que la expectativa de vida era muy corta_ era una suerte el ser afectado por una patología que no resultara indefectiblemente mortal», dice el profesor Loncarica.
La medicina local se desarrolló con lentitud, influida por médicos extranjeros. Algunos años después de la Declaración de 1816, llegó un grupo de doctores ingleses, entre ellos Lepper (que atendió a Juan Manuel de Rosas) y Alejandro Brown, que tuvo una amplia clientela aristocrática, pero que también asistió gratuitamente a los pobres. Fue conocido por su generosidad y por su simpático portero andaluz de quien se conoce una frase: «Mire uté ; hace cuatro años que sirvo al dotó y, por la Virgen de los Milagros, no he oído más palabras que Juan, saca el caballo; Juan, mete el caballo «.
Según los historiadores, en esos tiempos los profesionales de la salud casi siempre marchaban a caballo hasta las casas de sus enfermos. Trabajaban sin descanso, incluso cuando otros alimentaban una costumbre muy difundida en el Río de la Plata durante el siglo XIX: dormir después de almorzar.
Según reza un dicho de la época, «En las calles de Buenos Aires no se ven, en las horas de siesta, sino los perros y los médicos».
Por: Valeria Shapira
Fuente: Diario La Nación